Manifiesto

Veinte Centavos surge por la necesidad de crear un espacio en el cual podamos escribir y debatir sobre diversos temas culturales. Literatura, música, cine y teatro serán nuestros temas habituales, y no dejaremos de lado la actualidad, en la que se combina el pasado y el futuro.Aprovechando la tecnología, creamos está revista virtual, este blog cultural, y esperamos que ustedes disfruten leyendo –y respondiendo- y nosotros escribiendo.

Mi mamá tenía razón

Por SV

Mi mamá tenía razón. De eso iba a darme cuenta -feliz y lamentablemente, todo al mismo tiempo- unas horas más tarde. Ese día, Italia y Argentina disputaron una de las semifinales del Mundial 90 y el país se detuvo; fue, en mi opinión, la última -¿o la mayor?- epopeya futbolística nacional, la más inolvidable. La irrepetible.
La cosa había arrancado fulera veinte días atrás, cuando Camerún vencía al vigente campeón en el partido inaugural de la Copa del Mundo. Ese mediodía, pusimos con mis hermanos la mesa frente al televisor y, además del gol de Oman Biyik –se lo comió Pumpido, bah- nos quedaron grabadas en las retinas unas bellísimas patadas que hicieron volar al Pájaro Caniggia, “el eslabón perdido entre Maradona y el resto” (Víctor Hugo dixit).
Pero luego, la suerte se enderezó: empate ante Unión Soviética, victoria frente a Rumania y pase a octavos. Ahí nos tocó Brasil, que nos pegó un baile memorable, pero gracias a los palos, el bidón envenenado, la corrida de Diego y la definición precisa del Cani, se tomaron el primer avión de Varig y se volvieron a casita bien calientes.
En cuartos, Yugoslavia no parecía un rival demasiado duro –digamos, después de sacar a Brasil de la Copa, cualquier equipo te parece un trámite-, pero el nivel Argentino fue muy pobre y el duelo se definió por penales: Maradona erró el suyo (fue como si recién a los 15 años me enterara que los Reyes son los padres) y Goycochea empezaba a dejar de ser de madera para convertirse en Bronce.
El día del partido de semifinales ante Italia, a un compañero se le ocurrió invitarme a verlo en su casa. El vivía en San Justo y yo en Ramos Mejía, así que la llamé por teléfono a mi vieja que estaba en su trabajo para pedirle permiso, que terminó por darme tras sugerirme que mejor no fuera “porque después no vas a poder salir de San Justo”.
Mi mamá todavía conserva ese tipo de comentarios apocalípticos, pero en esa época salían como trompada. “El tren es un monstruo”; “¿Con esta lluvia vas a salir?”; “Ojo que este viento es traicionero”; “¿Le habrá pasado algo a tu hermano que no llamó?”; “Psst, Santi, ¿dormís? ¿Sabés algo de tu hermano? Que raro que no haya llamado”; “No vas a poder salir de San Justo”.
El departamento de mi compañero quedaba a pocas cuadras del centro de esa populosa localidad del Oeste del Gran Buenos Aires, así que me esperó en la parada del colectivo y fuimos caminando para allá. Yo estaba algo nervioso, pese a que cuatro años antes ya había vivido la semi de un Mundial, pero él –a quien el fútbol directamente le importaba tres carajos- me superaba ampliamente. “Mi vieja es tana”, me tiró como al pasar y a mi me causó el mismo estupor que me hubiera producido escuchar hablar a un bebe con la voz de Aliverti.
-¿Tana cómo?
-Tana; italiana. Mi viejo no, pero hoy mi viejo no está.
A la vuelta de la casa había un local de video juegos y a mi compañero se le ocurrió entrar. “Bancame que me hago un Wonder Boy”. Faltaba poco menos de media hora para que arrancara el partido y justo en ese momento fue la primera vez en la tarde que me acordé de las palabras de mi madre, lamentando no haberle hecho caso. La cuestión es que el pibe tenía una extraña habilidad para disparar hachitas y pegar saltitos, por lo que, no sólo no perdía vidas, sino que iba sumando rubiecitos en la pantalla. A cinco minutos de que empezara la semifinal del Mundial, yo seguía ahí, mirando cómo el hijo de una Tana daba cátedra en un juego destinado decididamente a señoritas, totalmente ajeno al enorme acontecimiento que se venía.
-Si querés andá yendo. Yo termino acá y voy.
Fui. La Tana me recibió con un abrazo que consideré exagerado, me sentó frente al televisor –Noblex, chiquito, a botonera, blanco y negro- y me convidó con unas masitas caseras (napolitanas, dijo, hechas con harina, vino, almibar y anis en grano) y un licorcito de cerezas. Para ser honesto, la situación me había superado y empecé a considerar seriamente la posibilidad de mandarme a mudar en la primera distracción de esa mujer que, ahora, pelaba una manzana a mi lado y me ofrecía trozos ensartados en la punta del cuchillo. “Come corazón”. Y yo comía y en cada mordisco puteaba: a mi compañero, a mí mismo, a mi vieja que me permitió ir, al Goyco por atajar los penales contra Yugoslavia y a toda la comunidad italiana en la Argentina.
La calma aparente que reinaba en ese departamento que ahora compartían dos auténticos desconocidos, se quebró a los pocos minutos, cuando Toto Schilachi marcó el primer tanto del partido. Ahí nomás, la Tana revoleó los cubiertos, sacó medio cuerpo por la ventana que daba al pulmón de manzana y gritó con todas sus fuerzas el gol, al que le siguieron una catarata de insultos provenientes desde todos los costados. Cuando regresó a la mesa me pidió disculpas, me dijo no sé que cosa de la “sangre” y siguió pelando manzanas con cierto arte. Yo debería haber hecho lo que imponía la hora: mandarla a la concha de su madre y regresar a mi casa, pero el licor de cereza me había dejado algo corto de reflejos.
En el entretiempo la mujer me anunció que iba a darse una ducha y yo aproveché para ir a buscar a mi compañero. Entré en el local de video juegos y lo encontré jugando en la misma máquina donde lo había dejado, soportando estoicamente los embates de piedras gigantes, arañitas, murciélagos y mis deseos de que se pescara una enfermedad de esas que lo ponen a uno de cara a la muerte.
-¿Y?
-Perdemos 1 a 0.
-Ahora voy yo y cambia la mano.
De regreso a su casa, la escena se había modificado completamente: el departamento estaba a oscuras, las ventanas habían sido cerradas, no quedaban rastros de manzanas y de la mujer sólo se veía parte de su anatomía a través de la puerta de su habitación.
-Le pegó el bajón.
Asi que suprimimos el volumen del Noblex y nos quedamos solos en el comedor, yo mirando el partido, él leyendo una revista porno.
Cuando Caniggia pegó el salto a la Gloria, peinó el centro que venía desde la izquierda y empató el partido, por un instante pensé en respetar la solemnidad del ambiente; sin embargo, algo dentro mío, que ya se había quebrado hacía rato, me impulsó a tomarme una revancha módica, pero merecida. Así que emití un sonido primitivo que alargó la letra o más allá de lo razonable y me acoplé al festejo que, ahora si, nacía desde los cuatro puntos cardinales.
La Tana se levantó de la cama y, así como estaba (despeinada, en bata, como si en su físico y en su moral hubiesen operado los efectos de alguna fruta fermentada), se acercó y me besó en la cabeza. “Disfrutalo, hacés bien”. Admito que ese gesto maternal me mató, pero si me dejaba ganar por la compasión estaba perdido.
Pasó el alargue y llegaron los penales; la mujer volvió a levantarse de la mesa y fue a parapetarse detrás de una puerta con vidrio esmerilado que daba a un lavadero. La imagen era bastante fantasmal. Luego de que Goycochea atajara el último y decretara la victoria argentina, la Tana comenzó a gritar de manera desaforada una frase que hasta el día de hoy recuerdo: “¡per l'amico di mio figlio!”, que, por supuesto, me tenía como destinatario.
Nos quedamos los tres celebrando un rato largo y luego me acompañaron a la parada del colectivo. Y fue justo ahí cuando me di cuenta –feliz y lamentablemente, todo al mismo tiempo- que mi mamá tenía razón: era tal la cantidad de gente festejando el triunfo argentino (gente en los balcones, gente en las veredas, gente en las calles, gente trepada a los semáforos y a los colectivos) que era imposible salir de San Justo de otra forma que no fuera caminando hasta casa.
Esa noche me quedé a dormir en lo de mi compañero (no me acuerdo que cenamos, pero de postre había manzanas) y, a la mañana siguiente, cuando estábamos por partir hacia el colegio, la Tana me dio un abrazo que ya no juzgué exagerado y me agradeció por haber ido a su casa. “Mi hijo nunca trajo a nadie, asi que vos debés ser muy importante para él”. Al final, el pibe terminó siendo mucho más amigo de mi hermano que mio –los unía un total desinterés por el fútbol, cabe destacar- y yo no volví a visitar ese departamento de San Justo, pero aquella vez me quedó grabada en la memoria.


3 comentarios:

Un diccionario dijo...

Muy buena nota! Los hechos que suceden mientras vemos los partidos, también son parte del mundial. Recuerdo con quién y en dónde vi todos los encuentros de la Selección desde el 94 en adelante.

Maitena dijo...

Buenisima! Como me haces reir! jajaja me tentè con èsto: "fue como si recién a los 15 años me enterara que los Reyes son los padres" Bien lo de los links!

Anónimo dijo...

Primero felicitaciones por la nota, segundo me permito una fe de erratas, Argentina le gana a Rusia y empata con Rumania

Saludos, Pablo